“que en mi rostro se marque el suyo” (Mario Hiriart)
Halla el Papa
Francisco la más amplia gama de palabras, símbolos y ejemplos a fin de que podamos
asomarnos a entender la misericordia, a la cual invita a “cuantos lean esta
carta” (la Bula de convocación del Jubileo: Misericordiae vultus), pues “es un
anuncio al mundo”.
En este mensaje entra directo adonde, en
realidad, quiere llegar. Deja de lado cualquier timidez que confundiría. Este
asunto de la misericordia no tiene nada que ver con puros sentimientos, ni con
compasiones de a ratos, ni con gestos aislados, ni con obras filantrópicas.
Entra
de plano y traza la raya que va desde la fuente a la meta: “Jesucristo
es el rostro de la misericordia del Padre”. Él es de donde parte y adonde va,
no sólo la invitación, sino la misericordia misma.
No olvidó apuntar a que “la Cuaresma
de este Año Jubilar sea vivida con mayor intensidad, como momento fuerte para
celebrar y experimentar la misericordia de Dios” (Misericordiae vultus, 17).
Pues bien, entramos a la Cuaresma
nueva del 2016. Igualmente, el Papa propone aquí un camino, un modelo y una
acción.
El camino es la incansable oferta de
Dios, su “alianza” (nueva y eterna), ya que la que Dios ha sellado siempre y
para siempre con los hombres es “una historia de misericordia”.
El modelo es “María, ícono de la Iglesia que
evangeliza porque es evangelizada por el Espíritu”.
Y la acción es la pequeña respuesta
que se nos pide y por la cual se nos juzgará al final (Mt 25), son las obras de
misericordia, porque “nuestra fe se traduce en gestos concretos y cotidianos”.
Por estas obras de misericordia corporales “tocamos la carne de Cristo crucificado
en los hermanos”, mientras que por las espirituales somos los pecadores quienes
podremos “recibir como don la conciencia de que uno mismo es un pobre mendigo”.
Al proyectar
cada palabra documental del Papa sobre el silencioso siervo de Dios Mario
Hiriart, ocurre una transparencia sorprendente. Todas las veces que Mario usa
la palabra “rostro” en su diario personal se refiere siempre a Dios, excepto
una. Esa única vez que se vuelve a su propio rostro es para decir: “En el lienzo de la Verónica quedó,
Jesús, tu rostro marcado en sangre -así también quisiera yo que en mi rostro se
marcaran con sangre sus rasgos divinos-” (2.7.1959).
Tenía 27 años, y probablemente sin
hondos planteos, estaba viviendo proféticamente lo mismo. ¿Quién podría decir
que andaba por cualquier otro camino, cuando para él vivir en y de la alianza
era todo su desvelo?
¿Quién dudaría que todo lo miraba
por los ojos de María? No había para él nada que tomara posesión hasta de su respirar
más que hablar, mirar, imitar, vivir por Ella, sabiendo que era la senda perfectamente
segura hacia su Hijo y la Trinidad entera.
¿Quién sostendría que este
ingeniero apasionado -con fuego interior- del cielo y de la tierra no sabía
nada de obras de misericordia? cuando él prefirió un trabajo del todo
desfavorable mirado desde el éxito temporal, por dedicarse a ser un anunciador
de la alianza y del gran kerygma del amor misericordioso de Dios a cada hombre
y mujer de todos los tiempos.
La misericordia tiene Rostro, y es
Cristo Jesús su definitivo Rostro. Él es la “Misericordia encarnada” (Misericordiae vultus, 8). En el Hijo
hecho hombre, Dios derrama su ilimitada misericordia hasta tal punto que puede
hacernos capaces a nosotros mismos de misericordia... si pedimos con el mismo
ardor “que en mi rostro se marquen con
sangre sus rasgos divinos”.